Manuel, 47
años y desempleado, vive en una caravana en la mismísima azotea de la vivienda
de un familiar, en Bornos. Con la prestación que recibe, va tirando. Pero no le
llega. Dentro de tres meses, se le acaba el paro. "No sé que voy hacer ni
a donde ir. Está la cosa que arde", lamenta.
Su historia
es un molde que encaja en cualquier víctima de esta crisis. Desempleado, sin
esperanzas, sin ayudas o a punto de culminarlas. Y por si fuera poco,
dependiente de un colchón familiar, que ya se resiente, de tanto amortiguar los
efectos de esta situación. "Hasta ahora hemos vivido de los ahorros de
toda una vida. La gente trabajadora hemos sido siempre muy hormiguita. Pero
esto ha llegado a su límite. Las familias estamos sacando de donde no hay para
ayudar a los nuestros". Lo dice Juana, otra vecina serrana, madre y
pensionista, que encaja en el otro molde que la crisis ha esculpido. El del
abuelo/a pantalla y freno.
La red
familiar lleva más de cuatro años intentando que sus miembros no se precipiten
al vacío. En el caso de Juana, la malla se la está extendiendo a uno de sus
hijos, de 29 años. Es padre de dos niños pequeños y otro que viene de camino,
que se ha tenido que ir a vivir con sus suegros porque no puede pagar un
alquiler. Está en paro como el 52% de los jóvenes de este país.
"Entre todos los llevamos adelante", cuenta la madre, jornalera
toda su vida en campañas agrícolas. Y eso que esta mujer hace encajes para
echarle una mano a los suyos, comprando comidas y pañales de su exigua pensión
de 450 euros porque su propio marido, lleva cuatro años sin un empleo.
En el caso
de Manuel, el propietario de la caravana y guarda de campo, fue su hermana la
que le cedió parte de su inmueble para colocar allí el vehículo-casa-refugio,
que encaramó con una grúa en la azotea cuando finalizó su empleo en un cortijo.
"No me puedo meter en una hipoteca. Menos mal que ella me ha dejado
esto". Un sitio que comparte con Ana, su pareja, y madre de una niña
de cuatro años, que prácticamente la crían sus abuelos porque ella no tiene
recursos. "En verano hace mucho calor y en invierno, frío para que
la niña esté aquí", anota él. Ana acaba de solicitar una ayuda social a su
Ayuntamiento. "No me gusta donde vivo. Pero no me puedo permitir un
piso", dice con pesar.
El colapso
que sufre el campo en la Sierra gaditana, incapaz de absorber la mano de obra
de aquellos jornaleros, que se enrolaron durante el boom en la construcción, y
la inexistente industria se resiente en las cifras del paro. Las oficinas del
Inem en la comarca registraron en septiembre 18.873 desempleados. Unos datos
que mantienen a los servicios sociales de muchos ayuntamientos de la zona
prácticamente desbordados ante las numerosas peticiones de auxilio.
Pese a ello,
la red solidaria familiar y de organizaciones está amortiguando la
desesperación. Testimonian este extremo, por ejemplo, en Cáritas María
Auxiliadora, en Arcos, pueblo con más de 6.500 desempleados. "Desde hace
dos años estamos totalmente desbordados", cuenta Asunción, una de sus
voluntarias.
De sus casas
han salido en España, en estos últimos cuatro años, más de 350.000 familias
desahuciadas, según un informe del Consejo General del Poder Judicial.
Contra esta lacra ha emprendido su particular batalla el Ayuntamiento de
Puerto Serrano, que ha presionado a las mismas puertas de los juzgados con
protestas durante el último año, intentando evitar los desahucios a cinco
familias del pueblo. También ha conseguido que la Junta de Andalucía medie en
otros nueve casos más.
Evitar esa
tesitura de verse en la calle es lo que intenta Juan, otro padre de familia de
la Sierra, también parado de larga duración, al que el lastre de una
hipoteca lo tiene "estrangulado". Durante dos años el colchón
familiar ha estado intentando evitar el desastre. Sus padres han corrido con
los más de 300 euros de letra mensuales pero ya no hay fondo.
"Aquí,
en estos pueblos, no tenemos nada. Hay mucha menos actividad en el campo, y
cada vez somos más los que acudimos a él. La olla grande de muchas familias es
la que está salvando a más de uno", se resigna. Y confiesa, sin tapujos,
que a estas alturas ha hecho "un pacto con el diablo de no
preocuparme", cada vez que le llegan avisos de impagos y cartas. "No
se puede vivir con esta infelicidad continua. Lo único que nos queda es
luchar", sentencia.